sábado, 7 de marzo de 2009

Literatura y trabajo. Mano de Obra de Diamela Eltit (2002)


“Asqueados de trozar pollos ajenos. De deshuesarlos. De olerlos. Malheridos por los pescados y los vahos rotundos de mariscos.

Agotados y vencidos por la identificación prendida de nuestro delantal. Ofendidos por el oprobio de exhibir nuestros nombres.

Fatigados por el trabajo de mantener intacta nuestras sonrisas en los pasillos. Desplomados y humillados porque nadie se dirigía a nosotros como correspondía. Desolados ante la reiteración de preguntas idiotas, acostumbrados penosamente a que nos gritaran, que nos obligaran a disfrazarnos.

Que nos vistieran de viejitos pascueros en Navidad, de osos, de gorilas, de plantas, de loros, de pájaros locos los domingos. Que nos impusieran el deber de bailar cueca el 18, de bailar jota el 12 de Octubre, que nos amenazaran con denunciarnos, que nos recortarán el sueldo, que nos llamaran a gritos por los altoparlantes, que nos ocuparan para cualquier trabajo sucio con los productos”.


En Mano de Obra, la novela de Diamela Eltit, el especio físico es el supermercado, aunque eso no pase de ser un detalle. En rigor, lo que ese supermercado represente es el espacio simbólico de la penetración total del sistema productivo capitalista chileno en la vida de sus trabajadores, amable y falsamente llamados colaboradores. Es, como suele destacarse, el panóptico que todo lo ve y lo escucha. Un panóptico hecho edificio en cada de barrio en medio de carteles de ofertas de detergentes y fiambres, donde el único que no está estructuralmente considerado es la dimensión vital del trabajador.

No hay ahí espacio para la intimidad, ni para el disenso ni menos para la organización sindical. En la brutal lógica fordista retratada con dureza por Eltit, lo único relevante para los trabajadores es intentar mantener su empleo para así, de algún modo, no ser engullido vitalmente por un sistema construido para su total alienación.

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