jueves, 16 de agosto de 2012

Clotario Blest por las calles de Santiago- 1950

No: la dulce derrota de Pinochet- El Mostrador- 10-Agosto-2012

En otros tiempos la idea de “haber derrotado al dictador” con un lápiz despertaba satisfacción y complacencia. Un dictador sangriento y tosco –amigo de lo ajeno, además, según supimos después- se veía obligado a hacer las maletas del poder y se iba como un derrotado.

La gente bailaba en las calles y se abraza en una postal del nuevo Chile que se prometía “mas justo”, para que “ganara la gente” y otra serie de eslóganes que se le ocurría a los genios del marketing publicitario que poco a poco se tomaban la política chilena.

Hay que reconocer que ese modo de contar las cosas –el relato como gustan llamarlo- estaba bien construido y hasta emocionaba.

¿Volverían hoy veinte años después de esa derrota del dictador a bailar en las calles con entusiasmo primaveral aquellos que pensaba que la “sociedad más justa” estaba a la vuelta de la esquina?

Más justa y solidaria para ser exactos, lo copio textual del primer programa de la Concertación.

Difícil parece. En la calle ya hay ánimo de baile, sino de protesta. La alegría ha duda lugar, pocas dudas caben, a la molestia y la indignación con un Chile que se parece bastante al que el dictador derrotado diseñó: desigual y excluyente.

Todos los eslóganes de los vencedores de la época hoy provocan más rubor que orgullo.

Y es que con el tiempo caímos en cuenta que el derrotado fue Pinochet -un dictador impresentable-, no la sociedad que imaginó. Nadie duda que la matriz de esa sociedad y el modelo para gobernarla es básicamente la misma que, en su momento, el anciano dictador construyó.

¿Qué hizo que cuatros gobiernos después –y más allá de los esfuerzos de tanto concertacionista empeñado en salvar la honra- el ánimo social de exclusión e injusticia sea igual que hace 20 años atrás?

“No tuvimos cojones”, lo resumía Vidal en su estilo. No sólo la reforma tributaria -para que Chile dejara de ser uno de los países de desarrollo medio donde los más ricos pagan menos- quedó en el debe. También una nueva Constitución que dejara atrás la pluma de Jaime Guzmán –y no la reforma de maquillaje de Lagos el 2005- o la reforma laboral que derogara el hasta hoy vigente plan laboral de Pinochet. O reformas profundas al vergonzoso modelo de educación pública chileno. O al modelo de salud privado y excluyente de todos estos años, y en fin a una larguísima lista de etcéteras que no dan ni ganas de recordar.

La explicación no es difícil de ensayar. En una transición a la democracia llena de temores y espejismos, los ministros de Hacienda de la Concertación y su cerrado credo –de esas verdades reveladas- terminaron convertidos en los guardianes de la estabilidad. Estabilidad eso sí –y ahí está el pequeño detallito- entendida como la mantención a pie juntillas del modelo económico de la dictadura.

Desde ese momento, la Concertación quedó inmovilizada y entregada cual dama virginal a sus padres celadores: los Velasco, los Eyzaguirres y otros tantos, se encargaron que la jovencita no tomara malos rumbos. No fuera ser que –movida por la pasión adolescente por la justicia o la igualdad- se le ocurriera reformar la negociación colectiva, las reglas tributarias o cualquier desvarío que deformara el modelo.

El crecimiento y la estabilidad termino siendo la única medida de la “justicia de lo posible” para el Chile democrático.

El resultado es más que evidente: de la promesa de una sociedad más justa e igualitaria pasamos lenta e inexorablemente a la sociedad de los programas asistenciales y de los bonos de inverno, verano y primavera.

En uno de los países más desiguales del mundo, gotas de rocío en pleno desierto.

Hoy lo sabemos. Fue la dulce derrota de Pinochet.