domingo, 25 de diciembre de 2011

No apto-The Clinic. 20-12-11




¿Qué tiene que ver la situación afectiva –el hecho de tener pareja- para evaluar la capacidad de un postulante a un trabajo?
Nada, diríamos todos. ¿Y su situación financiera? ¿Y su condición religiosa?
Nada volveremos a repetir.
Pero si todo esto no tiene nada que ver, entonces, la cuestión es obvia: porque aceptamos con naturalidad que toda entrevista de trabajo en Chile pueda entrometerse en esos y muchos otros asuntos –la situación económica, la orientación sexual, el peso, la condición social, etc-.
Y ahí está lo interesante: hay prácticas que, de tanto verlas, nos parecen simplemente correctas. Como las preguntas voyeristas e invasivas de las entrevistas y de los test pre-ocupacionales.
Hay muchas cuestiones que objetar a estas entrevistas y exámenes, pero no nos detendremos en detalles. No hablaremos del ambiente comúnmente de secretismo en que suelen desarrollarse. Ni tampoco que el postulante nunca sabe qué “perfil sicológico” busca la empresa, ni menos bajo que criterios serán evaluados su supuesta capacidad para desarrollar un cargo y que todos los resultados son completamente ocultos para el examinado.
Eso es lo de menos por ahora. Más bien, nos referiremos a la descarada intromisión en la vida privada que dichos exámenes, test y entrevistas suelen suponer, con preguntas que, sin medias tintas, buscan indagar aspectos de la vida intima de las personas.
¿En qué se vincula técnicamente la aptitud laboral con que la candidata al puesto tenga o no pololo o este pensando en casarse? ¿O para qué sirve saber si el postulante vive en tal o cual comuna de la ciudad o si vive con sus padres?
La respuesta en todos estos casos es obvia: en nada. Ninguna de esas preguntas tiene conexión lógica, ni razonable con la idoneidad o capacidad laboral del postulante.
El problema es que esas impertinentes e invasivas preguntas que poblan estos exámenes y entrevistas tiene un alto costo para la sociedad en términos de respeto de los derechos de las personas, especialmente para la privacidad de los candidatos.
¿Por qué socialmente deberíamos seguir permitiendo que test y exámenes sicológicos con dudosa –por no decir nula- capacidad predictiva sigan practicándose con un alto costo en términos de respecto de la dignidad y privacidad de nuestros trabajadores?
La supuesta utilidad –hasta ahora nunca acreditada atendido el curioso secretismo en que se mueven las consultoras que los aplican- no compensa en absoluto la afectación obvia – y muy acreditada- de la esfera privada de quienes deben soportar estos exámenes y entrevistas.
Justificar la grosera vulneración de la privacidad de los trabajadores en un eventual detección de candidatos especialmente “disfuncionales”, es demasiado pobre y exiguo como compensación para que la sociedad acepte dichas practicas pre-ocupacionales.
En rigor, todo parece indicar que en buena parte de estos casos se trata de la búsqueda bastante burda de criterios de discriminación: las preguntas sobre la relaciones de pareja (discriminación por maternidad), las de la comuna donde se vive (discriminación por condición social), las sobre las creencias de fe (discriminación por religión) y así una larga lista de huellas para poder discriminar con exactitud.
¿Sería razonable establecer una protección legal a los postulantes, prohibiendo que los exámenes y test pre-ocupacionales contemplen preguntas referidas a cuestiones relacionadas con la privacidad de los candidatos?
Por supuesto. De hecho, esto lo han entendido bien en otras sociedad, más sensibles con los derechos fundamentales de sus trabajadores. En Canada, la ley prohíbe preguntas e indagaciones en formularios de empleo o en entrevistas en contextos de solicitud de trabajo, referidas a cualquier asunto vinculado al estado civil, la raza –lo que incluye el aspecto físico-, la orientación sexual, la obesidad, la religión, la condición social –lo que incluye el lugar donde se vive- y otras circunstancias análogas ( art. 18.1 de la Carta de Derechos y Libertades de la Personas, Quebec).
A su turno, la jurisprudencia norteamericana ha sostenida en reiteradas ocasiones que los test sicológicos son ilegales en aquella parte que invadan la privacidad de los trabajadores, salvo que el empresario acredite un interés apremiante (Soroka v. Dayton Hudson, Corte de Apelaciones de California, 1991). Como es obvio, no existe tal interés en cuestiones de la sexualidad, de creencias religiosas o de situación de estado civil. Especialmente ilegales son aquellas test que encubren una evaluación medica (Karraker vs. Rent-a-center, Corte de Apelaciones del Circuito Séptimo, 2005) con preguntas que tengan por objeto determinar discapacidades fisicas o mentales.
Hasta ahora, en todo caso, nadie en Chile ha prestado atención a este problema. Como si la normalidad –todos lo hacen- ha terminado siendo la medida de su justificación –debe ser correcto-.
Mientras tanto mucho talento se debe estar perdiendo en medio de tanta discriminación antes siquiera de llegar al puesto de trabajo. Sólo por un segundo, me imagino a Nicanor Parra respondiendo una de esas entrevistas.
De seguro el examen saldría “malo”. Por raro y disfuncional.
No sería apto.

La maldad que no queremos ver- El Mostrador 02.12.11

¿Qué lleva un grupo de personas –quizás buenos maridos y tierno padres- a considerar que torturar, vejar y hacer desaparecer a otros, no sólo no merece condena, sino que una celebración por ser actos de patriotismo?
Un consuelo evidente –ante tanto desprecio por la humanidad- es pensar que simplemente se trata de un grupo de fanáticos, de jubilados y pensionados de la fuerzas armadas que aprovecha su días de ocio final organizando rancios homenajes.
Malos y muy malos, pero inofensivos.
Febriles románticos de un tiempo en que su opinión algo importaba –como Márquez de la Plata- o simplemente perdedores políticos de una sociedad democrática que no tiene vuelta atrás.
La reconciliación y la construcción de una sociedad justa es una cuestión de convicción democrática. De esa que ha llevado a otros en otras sociedades, puestos en la misma posición que nuestro pinochetistas, sencillamente a pedir perdón.
Ojala las cosas fueran tan sencillas. No nos engañemos. Excluidos los malos y los jubilados que los idolatran, el gran problema drama de Chile son los herederos silenciosos del dictador. Pero no de Pinochet como figura histórica –una herencia que nadie en su sano juicio quiere cargar- sino las ideas que el dictador transitoriamente encarnó.
Esas ideas que nacieron en los mismos días que nacía nuestro país. Ideas de exclusión, intolerancia, defensa acérrima de los privilegios de clase de todo orden –tributarios, laborales, educacionales- de una minoría y un excesivo amor por el orden por sobre cualquier otra dimensión social.
Dosis de un pinochetismo silencioso que, paradójicamente, rehúye al dictador. Es el más peligroso de los pinochetismo: el que no necesita a Pinochet. Ni menos a esbirros menores como Krassnoff o el Mamo Contreras.
Y aunque nuestra pretensiosa y mediocre transición intentó esconderlos, bajo la pesada y bien intencionada excusa de la reconciliación, ahí están por todos lados: un poco de presión y aparecen como si nunca se hubieran ido.
A la más mínima alerta de peligro para el orden social que -con uñas y dientes- buscan defender aparecen con lo mejor que tienen –casi lo único-: la mano dura. Rápido exigen sanciones, aplicación de la Ley de Seguridad del Estado, incluso algunos hablan de sacar a los militares a la calle y otros se inventan delitos –como el de toma- que les permitan criminalizar cualquier disidencia y protesta social.
Están en todas partes. Algunos son alcaldes -de comunas tan importantes como Providencia-, dirigentes de partidos políticos – como el Presidente de RN -, o parlamentarios –como Moreira-.
Ahora, nada de esto es una novedad. No se trata que en razón de los febriles días de protesta que vivimos, recién caemos en cuenta de nuestro pinochetistas sin Pinochet.
En rigor, siempre lo supimos. Solamente decidimos hacernos por un tiempo corto –veinte años- los distraídos.
Era la maldad que no queríamos ver.
Ahora, caída la mascará de nuestro autoengaño la duda se torna en vital: como haremos para reconciliarnos de verdad –no para la foto como en los tiempos de la Concertación- con una parte relevante de los chilenos con poder pensando, en silencio la mayor parte de las veces, que las víctimas de Krassnoff “algo hicieron” –no repartían leche en palabras de Labbé-, para merecer caer en manos de asesinos y torturadores militares.
Y lo que es peor, como hará la democracia chilena para hacer cargo del corazón del problema de cómo construir una sociedad más justa, igualitaria y reconciliada con el pinochetismo “sin Pinochet” y sus ideas dando vueltas por prácticamente todas las instituciones relevantes del poder en Chile. Ni hablar de su pesada e incontrarrestable influencia en las Fuerzas Armadas y Carabineros.
Como creo que han demostrado estos febriles meses, la construcción de una sociedad justa y reconciliada es mucho más que abrazos y fotografías de decorado, como las que alimentaron la transición a la democracia chilena durante todos estos años.
La reconciliación y la construcción de una sociedad justa es una cuestión de convicción democrática. De esa que ha llevado a otros en otras sociedades, puestos en la misma posición que nuestro pinochetistas, sencillamente a pedir perdón.
Pero ahí está lo más difícil de todo: para la “maldad que no queremos ver” la democracia y la justicia no son cuestión de convicciones. Son simplemente cuestión de estrategia para sus ideas: la defensa cerrada de una sociedad desigual hasta el ideal.
En todo caso, dejar de pensar que el pinochetismo es una cuestión de unos pocos malos radicales, como Krassnoff, es un primer paso para salir del engaño y ver la maldad que durante tanto tiempo no quisimos ver.