martes, 17 de enero de 2012

Puertas adentro- El Mostrador- 29.12.2011


Un avance, no cabe duda. Que la respuesta a la desatinada medida de un club privado de exigir –sin ser siquiera su empleador- a las trabajadoras de casa particular de vestir “como tales”, esto es, como nanas, haya sido un enérgico rechazo social –incluyendo la tradicional indignación del Matthei-, es un paso adelante en la larga y tediosa tarea de terminar con la sociedad excluyente como la que, con perfección, hemos construido en tantos años.
Pero no nos engañemos. Y aunque alguna vez expresamos nuestra molestia por esto de los uniformes –“las nanas de Zapallar”- no es éste, ni con mucho, el principal problema de la discriminación de ese colectivo de trabajadoras.
En rigor, es el más vistoso pero no el más grosero.
Estas trabajadoras –un colectivo de débiles entre los débiles- plantean a la sociedad chilena un desafío de estimable intensidad.

Un desafío de inclusión social brutal y que se puede plantear en términos de pregunta: ¿cómo puede una persona ser ciudadano en el sentido más pleno de la palabra –de un ser libre y autónomo-, si la necesidad le ha impuesto la dura carga de vivir prácticamente toda su vida para servir a otro?
Me refiero, obviamente, a las trabajadoras puertas adentro. De esas que viven donde trabajan. Trabajadoras que desprovistas de la posibilidad de hacer su propia vida, deben vivir en los pequeños espacios que deja la vida de otros – en la orilla de la vida de sus patrones-. En esa vida residual, sin privacidad y sin espacios de auténtica libertad para hacer las pequeñas cosas de la vida –cosas como celebrar en el momento que quieran, como tener sexo cuando lo estimen o simplemente protestar tocando las cacerolas-, deben intentar construir algo parecido a un proyecto que para el resto de nosotros es la base de nuestra dignidad.
No se puede prohibir por ley, por cierto. Pero una sociedad decente debería preguntarse cómo hacer para garantizar que ninguno de sus miembros deba renunciar a su propia vida para poder sobrevivir.
Algo que suena, a todo esto, como una dramática paradoja: mujeres que para vivir deben renunciar a tener una vida.
La respuesta no es muy difícil de concebir y ya la conocen otras sociedades más respetuosas de sus miembros como es garantizar un mínimo social de vida decente. Eso que se llama derechos sociales.
En efecto, no hay que ser adivino para saber que si Chile garantizara educación de calidad para todos, salud gratuita, y derechos laborales efectivos, el número de trabajadoras de casa particular que debería renunciar a vivir en condiciones de autonomía y plenitud, “aceptando” vivir “puertas adentro” se reduciría dramáticamente. Con algo de suerte, el trabajo puertas adentro por necesidad se extinguiría.
Y de paso, seriamos una sociedad mucho mejor y más decente.
Lo curioso –y dramático al mismo tiempo- es que el propio legislador se ha hecho eco de esta idea de trabajadores sin vida y en una legislación que parece sacada de la pluma de un gerente de las Brisas de Chicureo, declara que las trabajadoras “cuando vivan en la casa del empleador no estarán sujetos a horario” el que quedará determinado “por la naturaleza de su labor” y que, en un dejo de humanidad que hasta el explotador que redactó estas normas tuvo que reconocer, “normalmente” tendrán un descanso de 12 horas diarias.
Dicho en palabras sencillas: trabajadores que la ley permite trabajen como jornada normal 72 horas a la semana, cuando el límite para el resto es de 45. Un récord mundial, por fin, para Chile.
Ni hablar de los múltiples casos en que el empleador –comúnmente la mujer de la casa- considerará que se está ante un caso de “anormalidad”–cumpleaños de los niños, fiestas varias, compra de un chalet en las brisas, etc.- y que, por tanto, ni siquiera deberá respetarse ese descanso.
En fin, una joya de nuestra legislación laboral actual, que quizás en cien años más, se presente como hoy recordamos las leyes de la esclavitud.
Mientras tanto, miles de mujeres deben aprender a no tener vida para tener derecho a una.