jueves, 31 de marzo de 2011

La soledad de los trabajadores- Ciper Chile- 28.03.2011

¿Bajo qué contexto es posible que un empresario pueda imponer a sus trabajadores condiciones propias de explotación tales que signifiquen poner su vida en riesgo para obtener un salario? Y más de fondo aún: ¿por qué una sociedad permite que sus trabajadores deban soportar a inicios del siglo XXI formas de trabajo propias de la esclavitud?

La explicación de la empresa no vale la pena ni considerarla. Justificar el encierro de trabajadores por razones técnicas –era un problema de chapas, dijo el holding de Paulmann– no resiste análisis. En rigor, esa cadena –cuyo lema es “Santa Isabel te conoce”– es como el pillín descubierto “in fraganti”: se inventó lo primero que se le ocurrió.

La explicación real es, a mi juicio, tan sencilla como brutal: la soledad radical en que se encuentra el trabajador chileno. En efecto, sin capacidad de formar sindicatos fuertes, impedido de recurrir a la huelga y abandonado por el Estado, el trabajador chileno tiene que arreglárselas sólo frente a un empleador que, por definición, tiene un poder enorme: el que le da el despido.

Veamos cómo es que nuestros trabajadores se quedaron solos. Primero, no hay sindicatos. Sólo el diez por ciento de los trabajadores chilenos tiene un sindicato que lo represente, y el promedio de afiliados ronda los 34 miembros. No son, en rigor, sindicatos, sino “sindicatitos”. Y ahí la pregunta es obvia: ¿alguien pretende que sindicatos donde penan las ánimas puedan hacerle frente a gigantes como Cencosud, dueño del Supermercado de Santa Isabel, con todo su poder institucional y mediático?

Segundo, tampoco existe negociación colectiva de las condiciones de trabajo. En Chile sólo el 5 por ciento de los trabajadores accede a un convenio colectivo. O sea el 95 por ciento se somete íntegramente a las condiciones individuales de trabajo, que son, por definición, las que ofrezca unilateralmente el empresario.

¿Y si no tienen sindicato, ni negocian colectivamente, quizás nuestros trabajadores podrán recurrir a la huelga en casos graves y calificados, como por ejemplo, cuando un empleador al borde del delirio decide encerrarlos con llave para evitar los robos? Tampoco se puede. Esa huelga, como la mayoría de las huelgas, en Chile sería ilegal. Admitida sólo en una hipótesis –cuando los trabajadores están negociando un contrato colectivo– la huelga sufre en Chile la regulación legal más restrictiva del mundo. De ahí que, aunque suene absurdo, si los trabajadores del Santa Isabel o los mineros de San José –ambos esclavos de la codicia de sus empleadores– hubieran decidido una huelga para protestar por el abuso, esa huelga habría sido irremediablemente ilegal.

Impedidos, entonces, de utilizar sus propias manos para defenderse colectivamente, quizás es el Estado de Chile el que asume esa responsabilidad. Y ahí el frío de la soledad es total. La Inspección del Trabajo tiene problemas estructurales, legales y ahora fácticos que le impiden cumplir con la defensa de los derechos de los trabajadores. Legales porque las sanciones laborales son sencillamente ridículas. Se trata de multas que difícilmente superan –en los casos mas graves– las 60 UTM, y que muchas empresas simplemente asumen como un costo más que, en cualquier caso, es más barato que cumplir la ley.

¿Se asustará el holding Cencosud con una multa que difícilmente superará un par de millones de pesos? ¿Se han asustado los dueños de los buses interurbanos con años y años de multas para cumplir con los descansos entre jornadas de choferes? ¿Se asustaron los dueños de la mina San José cuando un mes antes del accidente se les multó con un millón de pesos por los problemas de seguridad en el techo de la mina?

Y además hay razones estructurales, porque obviamente ese servicio público no está en condiciones de fiscalizar millones de relaciones laborales día a día y ya se sabe, que las nuevas directrices de ese servicio de fiscalización son incentivar la educación por sobre la fiscalización. No hay malos empresarios, solo desinformados, parece ser la nueva máxima de ese organismo de fiscalización.

Nada puede, entonces, estar peor para los trabajadores en Chile.

Quizás su única esperanza sean ellos mismos: la soledad sólo se acaba con otro como uno.

lunes, 7 de marzo de 2011

Las nanas de zapallar- El Mostrador -04.03.2011

Hace unos años Morgana Vargas Llosa –la hija del Nobel- denunció haber vivido una desagradable situación en el Country Club, uno de los hoteles más lujosos de Lima; al pedir la cena para su familia se le informó que había un problema. El menú no podía ser pedido por la nana, sentada en la misma mesa que el resto de la familia. Para ella existía un comedor especial y un “menú para nanas”.
Y estalló el escándalo y el debate sobre la situación laboral de esas trabajadoras.
Recordé esto al pasar por Zapallar hace poco. Esa linda caleta rodeada de grandes casas y arboledas, donde pasa el verano buena parte de nuestra elite criolla. Un bonito lugar con las siutiquerías típicas de nuestra elite, aquí los almacenes se llaman emporios y ese tipo de cosas.
Pero hay situaciones que parece que nadie ve. Quizás de tanto verlas dejaron de existir.
En medio de ese enjambre de gente bien hay personas que pertenecen a otro óleo. Son mujeres que parecen de otro país, y para que nadie tenga duda usan vistosos uniformes en medio de la playa y de las plazas. Más bien usan trajes, ya que nadie necesita para trabajar en medio de la arena, con más de 30 grados de calor, un delantal a cuadritos con mangas blancas.
Y que son una exigencia de sus empleadores, por supuesto. De hecho, el problema no es, obviamente, que la trabajadora decida usar un uniforme en su lugar de trabajo, sino la exigencia de que lo use fuera de él –en playas, plazas y centros comerciales-, con las connotaciones sociales que eso conlleva.
Se trata, en rigor, de trajes de “nana” y cumplen la función de todo traje: simbolizar. Decirnos algo de quienes los usan. Y del mejor modo posible: sin cruzar palabras con ellos o mejor dicho con ellas.
En este caso, el traje no busca tanto decirnos quienes son aquellas que lo usan, sino lo contrario: decirnos quienes no son. Especialmente decirnos que no son parte de esas familias que por décadas veranean en ese lugar -Dios nos libre de esa terrible confusión-. Y de paso reforzar esas pequeñeces de las que suele vivir el ser humano: el símbolo del estatus que importa tener otro para servirnos.
Lo trágicamente paradójico es que suelen decir, con una retórica cargada de paternalismo –una reminiscencia de los vínculos personales de la hacienda chilena-, que la nana forma parte de la familia.
Un simple detalle dirán algunos. No lo miraron así en Perú después del debate que se generó con el caso del menú para nanas. Entre otras cosas, se prohibió “la exigencia” de uniforme: “No se puede condicionar al empleado del hogar a usar uniforme, mandil, delantal o cualquier otra vestimenta identificatoria o distintivo identificatorio en espacios o establecimientos públicos como parques, playas, restaurantes, hoteles, locales comerciales, clubes sociales y similares” dice textual el Decreto Supremo 4/2009 del Ministerio del Trabajo y su vulneración se le considera un acto de discriminación.
Es que, en rigor, en esos mínimos rincones de nuestra convivencia se respira aún con toda fuerza nuestra profunda desigualdad y se exhibe en este caso bajo la forma de “traje de nanas”. De hecho, no existen trabajadoras con traje de nanas en las playas y plazas de las sociedades con las que nos gusta compararnos, como todas las de la OCDE, y que suelen añorar y alabar los patrones de las nanas.
Existe aún en Chile –como en Lima- un sector social que parece estar anclado con uñas y dientes a las estructuras hacendales del pasado. No se trata, obviamente, de las relaciones de inquilinaje que dieron lugar a la explotación de miles de chilenos en el siglo XIX, pero es tributaria directa de ella y su espíritu: la inconsciencia del otro como sujeto igual a ellos. En este caso de sus trabajadoras del hogar.
Lo sorprendente, en todo caso, es que nada que pueda reprocharse a nuestra elite y su trato a sus trabajadoras de casa particular, no puede al mismo tiempo reprocharse al Estado.
Se trata, que duda cabe, de uno de los sectores más olvidados de la sociedad. Antes mujeres pobres del sur de Chile, hoy mujeres pobres de países limítrofes, nunca tuvieron importancia para nadie.
Tan grosero fue y es el trato que el propio Estado le brindo a estas mujeres que la ley permite hasta hoy cuestiones que parecen sacadas del manual básico del explotador: son las únicas trabajadores –en el caso de las puertas adentro- que no tienen limitación de jornada –pudiendo trabajar “legalmente” hasta doce horas diarias-, su indemnización por término de contrato es la mitad de la común -15 días por año de trabajo- y otras sutilezas de nuestra ley.
Recién –después de 80 años de olvido- se acaba de lograr que el ingreso mínimo legal de estas trabajadoras sea el mismo que el resto de los trabajadores.
En fin, como se ve, todo un logro para el siglo XXI.
Las nanas de Zapallar y su traje, no son en todo caso sólo las de Zapallar. Son todas las nanas de los pocos barrios ricos de Chile y de tanto barrio que sueña con ser rico, y que nos recuerdan cada día, en cada plaza, en cada playa, lo lejos que nos queda aún ser una sociedad intente tratar a todos como iguales.
En fin, eso que se llama una sociedad desarrollada.