martes, 25 de enero de 2011

Chile B:pagar por trabajar - El Mostrador 20.01.2011

El asunto es relativamente sencillo. Pero no por eso menos sorprendente. En el Chile del siglo XXI, día a día, a vista y paciencia de las autoridades publicas, y de nosotros mismos –miles de clientes- se vulnera groseramente la ley laboral, y en un punto extremadamente sensible para un país que sueña con el cartel de desarrollado: el trabajo infantil. En este caso, el de empaquetadores en los grandes supermercados.

Lejos de la retórica ridículamente autocomplaciente del Gobierno –la del chilean way y ese tipo de bobadas- y de buena parte del círculo empresarial que gusta hablar de un país de clase mundial, se encuentra la cruda realidad: trabajo infantil al margen de la ley.

Se trata de menores a quienes no se les reconoce por las grandes cadenas de supermercados su calidad de trabajadores y sus más básicos derechos laborales. Pero no sólo eso, y aquí la figura raya en lo grotesco: deben pagar para trabajar.
Tal como lo leyó. Deben pagar para que una empresa externa – emprendedores de tomo y lomo como se ve- les permita colocarse en alguna de las cajas del supermercado a recibir, no ya un sueldo –no sea ingenuo sr. lector- sino una que otra propina de los que, precisamente, no llevan velo en este entierro: los clientes del supermercado.

Negocio redondo. El emprendimiento es su estado puro. La cadena de supermercado no paga derechos laborales, porque ha huido de su responsabilidad a través de una empresa externa. Y esta, ni corta ni perezosa, no sólo no reconoce su condición de empleador, sino que le pone precio al fraude: 500 pesos diarios por trabajar.

Líder (D&S) acaba de negar enérgicamente que cobre a los empaquetadores. Obvio, si eso lo hace la empresa colocadora.

¿Y el Estado donde está?
Estudiando el asunto. Así lo han dicho. En efecto, el Ministerio del Trabajo ha ocupado un lenguaje lleno de metáforas más propias de comentarista de cine francés, que de autoridades públicas encargadas de sancionar el fraude para referirse a este asunto. Se ha hablado con un nivel de eufemismo notable: “es una situación compleja”, “delicada”, “la estamos estudiando”, etc.

Pareciera que les hubieran encargado decidir el asunto del comienzo de la vida, más que resolver si este grupo de niños tienen derecho a tener un contrato de trabajo y a derechos laborales mínimos, y peor aún, si tienen derecho a que no les cobren por trabajar.

Quizás sea necesario, entonces, auxiliar a las atribuladas autoridades para ayudarlas a terminar la tesis doctoral que parecieran estar redactando de este caso: los menores no empaquetan por el irresistible gusto de meter cosas en bolsas, ni menos porque sean emprendedores del empaquetado.

Lo hacen por recibir un pago por ello, y en un negocio que dirige y controla el Supermercado -disculpen tamañas obviedades pero en Chile, lo obvio admite, si el pez es gordo, varias interpretaciones-. Dicho de otro modo, el niño no trabaja para sí mismo, sino para otro, que lo dirige y lo manda: el punto es saber quien es ese.

Y ahí las opciones son dos: o el supermercado o la empresa externa. Y cualquiera sea la opción, hay una grosera burla a la ley laboral.

Si el empleador es el supermercado, entonces debe todos los derechos laborales que corresponde como a cualquier otro trabajador. Con un grave añadido: no se han pagado las remuneraciones desde tiempos inmemoriales.

Y si se decide que el empleador es la empresa externa –los emprendedores que cobran por dar trabajo-, entonces, el asunto es más grave aún: se trataría de una subcontratación donde ambas empresas están vulnerando la ley: la externa por no hacer los respectivos contratos de trabajo, y el supermercado por no actuar como empresa principal, ejerciendo el control sobre su empresa contratista.

Así de simple y sencillo.

Lo complejo, eso sí, no es la situación legal. Eso es lo de menos. Lo difícil es como enfrentar el poder político y económico del que durante todos estos años ha hecho gala la asociación gremial de supermercados para simplemente inhibir las más obvias de las soluciones: aplicar la ley como en cualquier otro caso.

Ahora ese poder no deja de sorprender. Ni corta ni perezosa esa asociación -que avalado este fraude laboral por décadas- se da el lujo de proponer una solución de aquellas con olor a pasado:

Expulsar por ley a estos menores de la ley laboral y su protección, dijo, sin arrugarse, su Presidenta. Buena idea, debe haber pensado, recordando al General y su eficiente colaborador José Piñera, que hicieron lo mismo con los alumnos en práctica.

Quizás deba, en todo caso, agradecerse la sinceridad: queremos trabajadores pero sin derechos.

Que se trate de menores de edad, que deban pagar por trabajar y que al mismo tiempo trabajen en una de las industrias más rentables de la vida económica nacional, son, a estas alturas, simples detalles de una paradoja.

De esas que los países tercermundistas suelen someter a sus trabajadores.

miércoles, 12 de enero de 2011

La huelga, ese incomodo derecho- El Mostrador, 05.01.2011

Se vivían los peores días de la dictadura – y se respiraba ese agobiante ambiente que bien retrataba una serie de moda en la televisión- y un pequeño grupo de elegidos hacia como si nada ocurría y se dedicaban a redactar, ni mas ni menos, que una nueva Constitución.

Ahí -mientras tomaban te con galletitas- daban rienda suelta a su ingenio: senadores designados, consejo nacional de seguridad, sistema binominal, prohibición de las doctrinas marxistas y contrarias a la familia, y un fin de inventos para alejar a las mayorías del poder y hacer de la futura democracia un lugar seguro y plácido para sus intereses.

Y vaya si lo lograron. Ortúzar, Ovalle, Romo, Diez y otros.

Todos hombres de bien –y de derecha- hicieron el encargo que se les hizo con encomiable puntillosidad.

Son nuestros padres fundadores, aunque Chile, se sabe, es un país de huachos.

Y en materia de huelga no tenían dudas: debía prohibirse. Era expresión de la lucha de clases, decía sin sonrojarse Sergio Diez. “Es contraria al estado natural”, fueron sus palabras textuales. A ello se sumaban, en coro, el resto de sus amigos.

De ahí que sea perfectamente entendible porque nuestra elite hará hoy, como ayer, de la huelga un delito. La huelga suele cuestionar el orden, y el orden suele expresar el equilibrio de los ganadores.Y entonces, se encaminaban a hacer algo único en el mundo occidental después de la Segunda Guerra: prohibir constitucionalmente la huelga. Hasta que apareció la fría racionalidad de Jaime Guzmán: “No podemos” dijo, con tanta convicción como frustración. Eso nos crearían problemas internacionales y está en contra –dijo textual- del Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales que la reconoce como derecho en su artículo 8.

Que pena, me imagino que dijeron Ortúzar y sus amigos, mascando la frustración. Pero al menos lograron algo: prohibirla para los funcionarios públicos.

Ahora, esa hostilidad a la huelga, desde luego, no la inventó Guzmán y sus amigos. Nada de eso. Viene desde muy antiguo, y se recoge en lo mejor de nuestras tradiciones autoritarias, haciendo parte del corazón de buena parte de nuestra elite.

Es una larga tradición de represión y criminalización de la huelga como forma de manifestación del disenso y la protesta social, que tuvo su más brutal e inaugural expresión en la matanza de Santa Maria de Iquique. Al Presidente Montt y su esbirro ocasional –el general Silva Renard- no les tembló la mano dura.

Es obvio que ya no estamos para la represión criminal de principios de siglo. Pero nuestros hombres de gobierno – al estilo Mañalich o Hinzpeter- siguen pensando igual: la huelga es una alteración al orden público y por tanto, tenemos las mejores razones para reprimirla. Con palos y aviones Hércules –como la de Collahuasi – o con las represalias legales que corresponda –como la de los funcionarios públicos y sus descuentos-.

Todo parece tan claro y bien argumentado.

Pero el problema es que las cosas pueden –y de hecho tienen- una lectura completamente distinta:

La huelga no es una alteración ilegitima al orden social ni nada parecido. Es un derecho fundamental de todos las personas –sean funcionarios públicos o privados-, reconocido ampliamente en los tratados internacionales –esos que a Guzmán le dio miedo infringir- tales como el Convenio 87 de la OIT o el Pacto de Derechos Económicos y Sociales.

Por ello, esos mismos chilenos que están dispuestos a sacrificarla sin miramientos, deben quedar sorprendidos como en el mundo desarrollado se ejercen estos derechos por los amplios sectores de la sociedad, incluido los funcionarios públicos, e, incluso, hasta la policía.

Un dato interesante en este punto es que se trata de un derecho reconocido ampliamente en los países de la OCDE, dentro de los cuales Chile es, por lejos, el que tiene una regulación más agresiva contra la huelga. Prácticamente casi ninguno acepta, por ejemplo, el reemplazo de trabajadores en huelga, ampliamente previsto por la ley chilena. Y buena parte de ellos permite la huelga de los funcionarios públicos como Francia, Suecia o España. En Alemania, el Tribunal Federal decía ya en 1980 que “la negociación sin derecho a huelga, no era sino mendicidad colectiva”.

Es un derecho, además, especialmente valioso para los sectores más débiles de la sociedad, como son los trabajadores asalariados –públicos y privados-. Ellos, necesitan de la huelga como un vehículo de expresión clave, en algunos casos único.

De ahí que sea perfectamente entendible porque nuestra elite hará hoy, como ayer, de la huelga un delito. La huelga suele cuestionar el orden, y el orden suele expresar el equilibrio de los ganadores.

El pequeño detalle es que el orden puede soportar -sin problemas- lo más escandalosos niveles de desigualdad y de exclusión.