martes, 29 de junio de 2010

Un diputado obrero en la Asamblea Constitucional Mexicana de 1917- Roberto Gargarella


La revolución mexicana había estallado ya hace varios años –en 1910-, los ánimos estaban algo más tranquilos, cuando Venustiano Carranza convocó a una Asamblea Constituyente, que habría de terminar con la sanción de la llamativa Constitución de 1917, pionera universal en materia de derechos sociales.

Las razones que explican el notable, sorprendente, adelantado carácter social de esta Constitución son muchas, pero aquí quisiera mencionar sólo una de ellas: la presencia de algunos “diputados obreros” en el seno de la Constituyente. El punto me parece importante porque solemos olvidar la determinante influencia de quienes escriben un texto, en el contenido final de ese texto. Actuamos como si una decisión judicial, por caso, estuviera fundamentalmente determinada por el derecho escrito, y no tanto (y a veces, ni siquiera un poco) por la personalidad del juez que la escribe. Llegamos a creer que una buena Constitución necesita más de expertos juristas -entre quienes la escriben- que de puntos de vista diferentes (y sobre todo, de lo que Rawls llamaría “el punto de vista de los más desfavorecidos”).

La realidad suele ser muy distinta de lo que en primera instancia pensamos: la ausencia de las voces y reclamos de los marginados, de los obreros, de los desocupados, de los que están peor, tiene enorme poder explicativo (y predictivo), y nos ayuda a entender los sesgos anti-populares de muchas decisiones judiciales; el conservadurismo, verticalismo y quietismo de muchas nuevas Constituciones; o la sistemática falta de atención efectiva hacia los intereses de los grupos más desaventajados de la sociedad, por parte de quienes deciden las políticas públicas.En homenaje a las voces que no se escuchan, aquí va una parte de la decisiva intervención del diputado obrero Héctor Victoria, en la Convención mexicana. Su palabra sería crucial para cambiar el curso de un proyecto constitucional inicial –el del Presidente Carranza- que apenas si incorporaba una preocupación por los intereses de los obreros, y daba sólo tenue impulso a la imprescindible reforma agraria.

Decía HV:“Un representante obrero del estado de Yucatán viene a pedir aquí se le legisle radicalmente en materia de trabajo. Por consiguiente, el artículo..a discusión, en mi concepto, debe trazar las bases fundamentales sobre las que ha de legislarse en esa materia, entre otras las siguientes: jornada máxima, salario mínimo, descanso secundario, higienización de talleres, fábricas y minas, convenios industriales, creación de tribunales de conciliación, de arbitraje, prohibición del trabajo nocturno a las mujeres y a los niños, accidentes, seguros e indemnizaciones…Los que estamos en continuo roce con los trabajadores sabemos perfectamente que por efecto de la educación que han recibido, no son previsores; por consiguiente, tienen que sujetarse, en la mayoría de los casos, a la buena o mala fe de los patrones. [Pero ocurre que] en ninguno de los dos dictámenes se trata del problema obrero con el respeto y atención que merece. Digo esto, señores, porque lo creo así, repito que soy obrero, que he crecido en los talleres y que he tenido a mucha honra venir a hablar a esta tribuna por los fueros de mi clase…no creo que la comisión deba limitarse, por lo tanto, a decirnos que el convenio de trabajo ha de durar un año, cuando pasa por alto cuestiones tan capitales, como las de higiene de minas, fábricas y talleres”

El discurso de HV sorprendió a muchos, pero desde allí, la Convención tomó otro curso, y la discusión cobró finalmente sentido.

lunes, 21 de junio de 2010

Pinochetismo, ese placer culpable. El Mostrador 17.06.2010

En un frío invierno inglés a fines de los noventa, Tony Blair decidió calentar la temperatura del debate político fustigando a los conservadores. Los trató de pertenecer al partido de lo intragable, lo indefendible y lo innombrable.
Eso, por defender al mismo tiempo la caza de zorros –lo intragable-, los privilegios de la nobleza –lo indefendible- y a Pinochet –el innombrable-. El escándalo lo provocó su ataque a los cazadores de zorros y a los nobles.
Es que por en el innombrable –como lo llamó Blair- nadie gastaba una vela, no obstante que entre los conservadores ingleses contaba con más de algún nostálgico partidario -de esos que admiran a dictadores tercermundistas de lejos-. Pero mejor era guardar silencio.
Es que ser pinochetista no es fácil. Menos iniciado el siglo veintiuno. Época de democracia, globalización y tolerancia. No debe ser fácil, entonces, morderse la lengua ante tanto olvido. Ante tanto desprecio y desconsideración.
Debe ser difícil viajar por el mundo, especialmente a esos países desarrollados que el chileno medio suele admirar –USA o Europa- y darse cuenta que lo íntimamente admirado provoca tanta repulsión y rechazo. No es exagerado decir, que para esas sociedades, Pinochet representa -con esa foto con anteojos oscuros de fondo- lo más parecido al mal.
Pero mientras algunos –la mayoría- aprieta los dientes y resiste, llevando su pinochetismo como esos placeres que en público nos dan vergüenza, otros –los menos- se desatan. Como Otero y Piñera, José.
Por eso –unos pocos pinochetistas furiosos y desatados cual señora de la Fundación Pinochet- no deberían preocuparnos mayormente.
Nadie espera que personas que participaron y que gozaron de un poder que jamás habrían dispuesto en una democracia en forma, como José Piñera, tengan el más mínimo atisbo de reflexión y autocrítica. En ellos siempre estará el alarido del fanático, o lo que es peor, del agradecido.
Es obvio que como sociedad habría sido mucho mejor que buena parte de nuestra derecha política hubiera reflexionado y volviendo sobre sus pasos, hubiese reconocido el error histórico de apoyar hasta el último de sus días una dictadura que despreció con tanta furia la vida y la dignidad de nuestros compatriotas.
Pero qué va. Para personas como José Piñera, que ubican la propiedad individual y su defensa como un valor infinitamente superior a la vida o a la libertad personal –de ahí su disparatada comparación entre Hitler y Allende- eso es un lenguaje simplemente ininteligible.
Honestamente, no estamos para esperar tanta virtud y lo que es más importante, ni siquiera lo requerimos.
En efecto, nuestros pinochetistas no tienen ni por asomo esa sensibilidad moral que requiere el arrepentimiento. Esa delicada pero potente disposición que llevo a Günther Grass –sin mayor necesidad que la urgencia que produce hacer justicia con la propia historia y la de los demás- a reconocer con vergüenza, 60 años después, que participó brevemente en las S.S. del régimen nazi.
Ante la calidad moral de nuestros pinochetistas, en cambio, no tiene mucho sentido esperar vergüenza genuina, esa que deriva del arrepentimiento. Nos debe bastar –y sinceramente creo que basta- la vergüenza pública.
Por ello el abierto rechazo al neo-pinochetismo, ya sea por las propias instituciones -como en el caso Otero- o por los propios políticos –como en el caso Piñera- es una buena noticia en esa dirección.
En el resto de los casos, nos debe bastar con que la mayoría de ese pinochetismo siga siendo un gusto puertas adentro. Extraño e inconfesable –qué duda cabe- para el resto de los mortales que solemos valorar la vida, la democracia y los derechos humanos.
Un placer culpable creo que se llama.