La Concertación tiene una enorme deuda. Con Arturo
Martínez me refiero. Cuando se retire —alguna vez el sol tiene que suceder
al frío— ese conglomerado político debería hacerle un sentido homenaje, con
placa incluida.
En efecto, la Concertación sin ganas ni acuerdo para cambiar el modelo
laboral de Pinochet —más bien con flamantes defensores como Foxley, Eyzaguirre y
Velasco entre otros— necesitaba una CUT con el mismo rol que la asignaban en su
escenografía a los trabajadores y sus demandas: la de actor de reparto.
Y Martínez se aplicó como ninguno a lograrlo. En veinte años, el mismo
movimiento sindical que de la mano de Seguel y Bustos había sido un actor
central en la lucha y derrota de la dictadura, se transformó en un apacible
recuerdo, sin capacidad alguna de cuestionar el modelo y con no más
trascendencia política que la miserable negociación del salario mínimo una vez
al año.
No es difícil percatarse del negocio redondo para todos los involucrados. La
Concertación logró mancillar cualquier movimiento social que desde el mundo de
los trabajadores cuestionara la ruta elegida de la “democracia de los
acuerdos” y Martínez —a través de un transversal apoyo en los partidos
políticos— mantuvo el poder sin mayores cuestionamientos —ni siquiera al opaco
sistema electoral que ha legitimado una y otra vez sus elecciones—.
Y el resultado fue que la otrora poderosa Central Unitaria de Trabajadores
devino en insignificante. Durante veinte años, dicha organización sindical no
logró ninguna modificación relevante a las reglas laborales dejadas por la
dictadura que, como ya se ha dicho hasta la saciedad, dejaron a Chile como un
país único en el mundo occidental por la falta total de poder de los
trabajadores —con un décimo del promedio de la cobertura de la negociación
colectiva de los países de la OCDE—.
En resumen, y en pocas palabras: la irrelevancia más dramática.
Y a nadie le importaba. Parecía escrito en piedra que el modelo chileno suponía un tipo de desarrollo donde no había espacio ni para sindicatos, ni para trabajadores con poder. La idea en esos años del milagro chileno, como lo sugirió en algún momento un ex ministro de Hacienda era “cuidar la pega”. Calladitos, le faltó agregar.
Todo perfecto para Martínez. Hasta que llegó la primavera social de estos
años. Con una ciudadanía infinitamente más consciente y movilizada para obtener
las modificaciones de los pilares centrales de ese modelo, su liderazgo sindical
se transformó de irrelevante en seriamente problemático.
¿Cómo explicar que frente a una ciudadanía movilizada por diversas demandas
pendientes de un modelo económico y social agotado y excluyente, los
trabajadores y su principal organización sindical no asumieran el rol
protagónico que les corresponde?
Simplemente inaudito.
Los hechos no pueden ser más reveladores: las acciones de protesta y
movilización de Martínez no convocan prácticamente a nadie —quizás su última
marcha sea la única en que Carabineros no tuvo que artificialmente rebajar la
cifra de asistentes— y su capacidad de influencia en la movilización de los
trabajadores es prácticamente nula.
Paradójicamente la únicas muestras de convocatoria de Martínez provienen del
mundo del gran empresariado —que representado en la CPC— ha visto en su
conducción la mejor garantía de un sindicalismo débil y pusilánime. La CPC ha
fomentado una y otra vez el liderazgo de Martínez para seguir vistiendo al rey
desnudo: en Chile no hay crisis, hay dialogo social, dicen. Como el del último
acuerdo CUT-CPC, agregan.
El resultado no puede ser más trágico para los trabajadores. Martínez tiene
prácticamente secuestrada la representación política de los trabajadores, y no
tiene ninguna capacidad efectiva de generar ni él y ni sus cercanos nada
parecido a un movimiento social desde el mundo del trabajo.
Y qué decir que todo tiene un gran sabor a hortelano: ni Martínez puede
construir ese movimiento sindical potente que los tiempos reclaman, pero —y aquí
lo peor— tampoco deja que otros lo hagan.
Un callejón que no parece tener salida. Son los días difíciles de la CUT.